jueves, 22 de noviembre de 2012

Cosas que me gustan


Ir por la calle, una tarde cualquiera, mirando la gente pasar de regreso a casa, y encontrarme un libro dejado en la acera. Solitario, prometedor, lleno de sorpresas, historias y mundos que no son los mios, y entre sus páginas recordar que el olvido no puede ser mi único amor correspondido.

Laura Fernández

lunes, 19 de noviembre de 2012

Los veranos de Margarita


Toda música está llena de historias. Hasta la mala música tiene sus buenos recuerdos o recuerdos que surgieron como una epifanía en la niñez. Eso es para mi “Margarita”,  una guaracha bailable y muy popular de los Master´s en los 70.

Recuerdo la pieza en la rocola que había en la tienda de mis padres, pero mi evocación más nítida me llega de la casa de Denis, “La Negrita”, una colombiana tan oscura como la noche espesa y cuyo rostro siempre me dio la impresión que era un mármol que el tiempo no lograría alterar.  Estaba como a 300 metros de la nuestra en El Tigre, un caserío con carreteras de arena compactas por el paso de los camiones, dedicado a la siembra de maíz y pajales para el ganado, sin luz eléctrica y absolutamente pacífico y hasta inocente. En la época de cosecha,  a comienzos de los 70, llegaban al caserío cientos de trabajadores colombianos a recoger el maíz de los campos, desgranarlo y ensacarlo y otros a espantar la maná de pájaros que en una noche eran capaces de desaparecer un campo de 20 hectáreas. Casi todos jóvenes, flacos pero fuertes, entre 18 y 30 años. Casi siempre llegaban sin mujer,  después de una semana andaban desesperados caminando como zombies doblados en las esquinas de la noche.

La Negrita tenía una casa pequeñita de barro y madera con techos de enea y un cuartico que alquilaba. Allí fumaba el tabaco, adivinaba el futuro en las borras de café o en la palma de las manos de los más incautos, a hombres y mujeres les hablaba de “ercitos, ércitos, muchos ercitos”, daba pócimas contra el desamor y, a las mujeres engañadas las rociaba con aguas de hierbas que decía haber aprendido a preparar en las calles de Cartagena de viejos libros franceses y perfumes baratos comprados en la tienda de mamá mientras les juraba que con esos bálsamos sus hombres quedaban condenados a morir de amor por ellas, también leía las cartas con predicciones pocas veces acertadas, donde si nunca se equivocó, cuando la consultaban, era en señalar quién era el ladrón de algo desaparecido en el caserío. Por eso se hizo también famosa. 

No sé cuando ocurrió, pero era una preadolescente cuando las parrandas nocturnas en casa de Denis, se convirtieron en la fantasía más poderosa y recurrente del caserío. Era la conversación puntual y cómplice de becerreros, lecheros y cosechadores en los potreros deseando apurar las horas, ver llegar de nuevo la noche, no para el descanso, sino para regresar a los placeres de casa de La Negrita. La pesadilla de las mujeres “decentes” en las cocinas de leña, aturdidas al mediodía con los cuentos que corrían sobre aquel antro que estaba embrujando a los hombres, recelosas de que a sus maridos les diera por averiguar que hacia tan feliz a sus trabajadores en casa de Denis. Era el deseo descarado en los ojos brillosos de los muchachos de 14, 16 años cuando se reían en silencio en la tienda y una, largirucha, flaquísima, sin gracia e invisible, los espiaba detrás del mostrador, envidiosa y desconcertada.  Para nosotros, mis hermanos y para mí, era un misterio fascinante que queríamos desvelar. ¿Por qué todos sueñan en el día con ir a casa de la Negrita? ¿Qué hay allí? ¿Qué manjares ofrece a esos hombres que los mantiene despiertos, alegres, entusiastas durante aquellas jornadas calurosas a pleno sol?

Una tarde estaba sentada en la vieja capilla construida por mis padres en tributo a sus santos queridos: San Benito y José Gregorio Hernández. A uno lo sacaban a bailar y bañaban en ron para que intercediera ante la diosa lluvia y ésta regara los sembradíos, y al otro lo invocaban para alejar enfermedades y penurias. Era enero y vi venir desde el fondo del patio, de los potreros, a una morena de 16 años quizás, alta, de hermoso pelo negro enmarañado sobre sus hombros robustos, caminaba descalza y con un vestido corto que descubría sus piernas regordetas, pasada en kilos y sin embargo terriblemente atractiva. Tenía unos ojos almendrados que daban a su rostro la ferocidad de una pantera y supe luego que también  tenía un corazón grande y una magnífica vocación para los amores de una semana. Con su cuerpo rollizo se movía sin complejos, como una fiera salvaje en reposo consciente del poder que posee…Me miró un rato, en silencio. “Soy Margarita, sobrina de Denis, llegué hace dos semanas”. Silencio. “¿Nunca has ido a las fiestas?”. “No”. “¿Por qué?. “No me dejan”. Me miró una vez más, largo.  Recorrió mi cuerpo y soltó sin más: “Lástima, con tu color y tus ojos que no haría yo”!!!

Margarita era una de las  mujeres que una noche trajo Denis hasta su casa cuando comprobó que aquellos pobres hombres alucinados necesitaban calmar el fragor de sus ardores antes de enloquecer o echar a perder la tranquilidad de la aldea. El cuartico que alquilaba no se daba abasto en la temporada de cosecha de septiembre a marzo. Tuvo que ampliar la enrramada de baile y construir nuevas habitaciones a toda prisa. De noche, podía oír en el silencio del campo la música a todo volumen y me desvelaba soñando con asomarme por un agujero para mirar qué producía toda esa alegría donde los hombres sucumbían a las caricias eventuales de Margarita y de otras costeñas de amores fáciles. Entre el tumulto desordenado y alegre de los vallenatos, sonaba siempre esta pieza de los Master´s, “Margarita”, que hoy un amigo me ha recordado en su muro de facebook. 

Y yo, aunque no oyera la canción, la reconocía por los gritos festivos, las carcajadas estruendosas y los cantos feroces de los hombres entonándola a todo pulmón. En el desorden de aquellas risas  que arrimaba la brisa nocturna a mis sentidos y la claridad que ofrecía el día de ver crecer nuevos cuarticos en la casa de Denis, entendí que a mi aldea habían llegado sus primeras prostitutas. Y Margarita, fue su reina. 

Laura Fernández