jueves, 29 de julio de 2010

Tu firma por la paz de Afganistán



Afganistán, 3 décadas de guerra y violaciones a los derechos humanos, de atrocidades que siguen impunes. Algunos de los responsables de estas violaciones son diputados en el Parlamento afgano o tienen cargos de poder en el actual Gobierno. Mientras la sociedad civil afgana lucha para que se haga justicia, la Unión Europea y los Estados Unidos continúan apoyando al Gobierno y Parlamento afgano. Es parte de la campaña "LO TIENES QUE PARAR", lee el manifiesto y firma. Tu firma ayudará a que las demandas de las víctimas en Afganistán se puedan hacer realidad

Y de regalo, lo que le queda de vida


Héctor Torres es uno de los escritores y cronistas más agudos a la vez que sensibles de la nueva narrativa venezolana. Y aunque con varios libros publicados, entre ellos La Huella del Bisonte, escribe semanalmente para PRODAVINCI sus crónicas sobre la violencia en Caracas. Y cada una es una sorpresa que nos mantiene atados hasta la última línea, entre el suspenso y la esperanza. A veces acabamos hundidos en la tristeza de reconocernos en nuestra realidad diaria, la de esta Venezuela dolida e indolente, que prefiere caminar a prisa sin mirar a los lados y así intentar no perturbarse demás con la tragedia ajena. Desconociendo que es la tragedia de cada uno.

En las últimas crónicas de Héctor Torres hemos tropezado con historias de finales felices, finales tan extraños de hallar en una ciudad violenta como Caracas, donde nadie sabe cuando lo apagan, y otro día de vida puede ser simplemente un gran regalo… Relatos que nos abren un espacio para la esperanza. Él reconoce que le gusta encontrar refugios donde cultivar la fe en un país posible. "Me gusta buscar ese ángulo en nuestras pequeñas tragedias cotidianas que también produce esperanzas, porque no está carente de belleza. Y siento que encontrando ese ángulo le rindo un modestísimo tributo a las víctimas de la violencia cotidiana de nuestra ciudad.
Es decir, un poco de esto pero también otro poco de aquello"...
Laura Fernández

A continuación esta magnífíca crónica.


Los taxistas son los sismógrafos de un submundo que, como los icebergs, muestra apenas un minúsculo pedazo de cuanto esconde en sus entrañas.

Por Héctor Torres | 20 de Julio, 2010

Si es por tener cosas qué contar, los taxistas podrían ser de esos escritores que desconocen ese temible enemigo conocido como la hoja en blanco.

Geólogos del latir de la calle, los taxistas son los sismógrafos de un submundo que, como los icebergs, muestra apenas un minúsculo pedazo de cuanto esconde en sus entrañas. Son los chamanes del Abracadabra que hacen aparecer, ante los ojos del que los escucha, una ciudad usualmente escondida.

El taxista viejo es un guerrero curtido, un cazador mañoso. Si hay un oficio duro, es ese. Para lidiar todos los días contra los tataranietos de Atila (llámenseles motorizados), los autobuseros con su lógica de que el más grande siempre tiene el paso, las todopoderosas caravanas de “personalidades” y los fiscales de tránsito*, hay que pertenecer a una raza genéticamente tan blindada como la de las cucarachas.

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Y ni hablemos de su prodigiosa capacidad para sobrevivir al hampa.

***

Juan terminó siendo taxista como el que se descubre un día enamorado de una persona que hasta ayer odiaba. O el que termina viviendo en Güiria. Porque sí. Comenzó como una opción para ayudarse a flotar en una época difícil. Con el tiempo el sustantivo época fue relevado por el sustantivo vida y, como la carrera de un profesor universitario, lo que comenzó con unas horas a la semana terminó siendo un oficio a dedicación exclusiva.

La vida, ya se sabe, es de las que sueltan chistes de los que sólo ellas se ríen.

Master en eso de sobrevivir a la ciudad, sabe que en Caracas hay que dosificar la angustia. Más de veinte años atravesando las venas de Caracas frente al volante, lo han enseñado a no malgastar sus angustias sin motivos. El caraqueño vive asesinando su cuerpo bebiéndose todo el día un coctel de paranoia, rabia, impaciencia, ansiedad y terror, suele comentar a todo pasajero dispuesto a escucharle.

Y así como terminó de taxista porque sí, igualmente está vivo porque sí. Ocasiones para no estarlo le han sobrado en todos esos años. Lo han atracado con todos los métodos conocidos (hasta con una media de nylón atravesada en el cuello), ha sido el impensado transporte-rehén de una fuga, ha llevado heridos de bala al hospital, ha montado pasajeros que luego descubre que están siendo perseguidos a plomo limpio, y hasta una vez su carro terminó acordonado por una Unidad Antiexplosivos, por culpa de un maletín que dejaron olvidado en el asiento de atrás. El mismo en el que, todo hay que decirlo, también se han repartido amores y humedades.

Por eso cuando dice que está vivo, lo dice en letras mayúsculas.

Esa vida vivida en sus bordes le ha enseñado a tomar con humor los pequeños incidentes. Como esa vez que cuatro “funcionarios” de una policía no identificada lo detuvieron y le indicaron una dirección a la que iban a allanar. Y no le pare a semáforo, que usted está en comisión.

Por supuesto, no pagaron la carrera.

***

La mañana previa a amanecer con sesenta años, despertó sintiendo un inesperado rechazo a la idea de salir, como todos los días, a guerrear la calle. Puede que estuviera cansado de sospechar de los pasajeros y de tragar humo, pelear con motorizados y de los dolores en la pierna del clutch; pero sobre todo se descubrió aburrido de un oficio que ya no le deparaba sorpresas.

Decidió que ese sería el último día antes de guindar la armadura, y así se lo hizo saber a su mujer. Esta se quedó pensativa y luego dio un manotazo al aire, como queriendo espantar una idea odiosa.

***

Ningún hecho inusual coronaba su jornada de despedida del volante. Lo de siempre: colas, carreras, gente puteando al gobierno… Trabajó hasta las dos de la tarde y se fue a su casa a comer y descansar. Volvió a la calle a las seis. Calculó que con suerte, a eso de las doce ya estaría en su cama.

Cerca de las once recogió a un tipo por los lados de Chacao. Trigueño, unos treinta años, cara grande, una chaqueta larga. Un tipo como cualquiera que puede estar en la calle a esa hora de un jueves.

¿Cuánto pa’ Plaza Sucre?

Cada taxista se mete a las zonas que conoce y Juan rueda tranquilo por las calles de Catia. Dijo setenta para irse a casa luego de esa carrera. El tipo abrió la puerta de atrás sin chistar y, una vez adentro, ordenó escuetamente:

Súbeme el vidrio.

Veinte años llevando gente no han sido en vano. Juan reconocía a la solterona, al infiel, al paranoico, al alcohólico en crisis, al alucinado, al suicida, al que nadie lo espera en casa, al psicópata… y ese tipo que estaba en el asiento de atrás de su carro era, sin ninguna duda, un delincuente. Se siente en las feromonas, en la sudoración, en la mirada. Drogas, atracos, en algo sucio andaba ese tipo al que le dejaba la nuca a tiro en la última noche de su oficio.

Juan intentó un par de conversaciones que se estrellaron con el silencio de una sombra en el retrovisor. Al llegar a Plaza Sucre el tipo dijo dale más, que yo te aviso.

Rodaron un par de cuadras por unas calles que se volvieron repentinamente solitarias. Juan intentó bajar la velocidad. Dale, dale que yo te aviso.

Coño, pero ya vamos para Los Magallanes, y el precio es otro, se quejó Juan.

Deja la lloradera y dobla después de la otra, nojoda. Y cobra lo que te dé la gana.

Juan dobló donde le indicaron y el silencio expreso de la calle fue roto por el sonido de las ruedas pisando un gran charco, como si fuese una lancha encallando en la playa.

A pocos metros estaban tres tipos, que a todas luces esperaban al que acababa de llegar. Juan, nervioso, encendió la luz del techo. El tipo se bajó del carro tan aprisa que no vio la bolsa que se le salió del bolsillo de la chaqueta. Al oír la puerta cerrarse, Juan lo buscó por la ventana y lo perdió momentáneamente de vista.

De pronto se percató de la bolsa dejada sobe el asiento.

Sin entender del todo lo que pasaba, le quiso avisar del descuido…

¡Piérdete! Piérdete ya que estás vivo de vaina, le gritó el tipo mientras se alejaba.

Juan entendió que sí había pasado algo, no inusual, sino extraordinario en su último día de taxista. Alguien (y no sabía quién) le había regalado lo que le quedaba de vida. Podía aspirar a morir en su cama, en vez de hacerlo en una calle de Los Magallanes.

Las ruedas chillaron brevemente cuando aceleró.

Al encontrar un sitio con suficiente luz, detuvo el carro. Agarró la cabilla que lleva debajo del asiento y se acercó a la puerta de atrás con la cautela de quien va a sacar un borracho que se quedó dormido. Abrió la puerta y, sin soltar la cabilla, agarró la bolsa con dos dedos de la mano libre. ¿Esta vaina será droga?, se preguntó. Lo que falta es que me caiga la policía. Examinó su exterior hasta que sintió confianza para revisar su contenido.

Adentro había dos pacas. En una de ellas, en un conteo superficial, calculó más de cincuenta billetes de cien bolívares. La otra parecía más gruesa.

Rodó tratando de no pensar en nada hasta que llegó a una arepera de El Rosal. Allí comprobó que al menos uno de los billetes no era falso. Ordenó la otra arepa y luego ordenó cervezas, brindando por el regalo y por sus sesenta años. Pidió otro par de latas para llevar y se montó en su taxi. Rodaba sin destino preciso sintiéndose atravesar una cortina invisible que flotaba en la soledad de la madrugada.

***

Eran más de las cuatro cuando llegó a la Cota Mil. En El Mirador, sabiéndose el vengador hermético de los taxistas atracados, esperó ver al sol acercarse al galope por los lados de Petare. Pensaba en esa ciudad que todo te lo quita pero que un día hasta te celebra el cumpleaños, y se deleitaba con esos pálidos tonos naranja y verde que comenzaban a cocerse lentamente. Destapó la cerveza que guardó para la ocasión y concluyó, con una mezcla de felicidad y desconcierto, que esa era la vista de la ciudad que merecían los que ganaban la batalla. Luego se acomodó en el asiento para regalarse un par de horas de sueño.

Una vida regalada no hay que estarla cuidando tanto, pensó bostezando.

*******

* Contó cierta vez un taxista, que a su vez le confió un fiscal, que un día de cobro fueron llamados a formar en el patio, y una vez allí el comandante les advirtió: enviaron la quincena, pero no los cesta-tickets… así que vean cómo resuelven.

Papel y lápiz, por favor


Tomado de la página de PRODAVINCI (literatura en la web)

Una anécdota de García Márquez y otra de Paul Auster nos recuerda que una cosa es querer ser escritor, y otra escribir

Por Alberto Salcedo Ramos | 28 de Julio, 2010

Me contó Jaime García Márquez que en cierta ocasión iba paseando en coche por el Centro de Cartagena con su célebre hermano mayor. De pronto vieron a una mujer bella caminando por el andén. Gabo quiso decirle algo y por eso pidió que el coche se detuviera.

Los dos hermanos descendieron raudamente del vehículo. Y entonces, ¡oh, sorpresa!: la mujer ya no se encontraba en el lugar en el cual la habían visto segundos antes. Intrigados, emprendieron un barrido meticuloso por la cuadra, convencidos de que tarde o temprano la hallarían. Pero sus esfuerzos fueron vanos.

A partir de aquel momento Gabo empezó a fantasear con el destino que pudo haber tenido la mujer. Su imaginación delirante tramaba numerosas conjeturas sobre la misteriosa desaparición. Cada vez que se encontraba con Jaime añadía nuevas teorías, nuevos desenlaces posibles. Así, las conversaciones sobre el tema se convertían en un divertimento maravilloso.


Un día sucedió el milagro: Jaime iba caminando por la misma calle del Centro de Cartagena cuando vio a la mujer. Habló con ella, le pidió sus datos personales. En seguida buscó un teléfono para llamar a Gabo a su casa de México y darle la buena noticia. La respuesta que recibió desde el otro lado de la línea lo dejó de una sola pieza:

– ¡Pero qué pendejo eres!: me acabas de dañar el cuento.

De ese modo, Jaime confirmó que para su hermano mayor nada es tan importante como la literatura. Ni siquiera el hallazgo de la mujer más bella de la tierra.

II: Aquella noche de 1955, cuando apenas contaba ocho años, Paul Auster venía saliendo del estadio después de haber visto el partido de su novena favorita, Los Gigantes de Nueva York. De repente se topó con Willie Mays, la estrella del equipo. Sin pensarlo dos veces, Auster le pidió un autógrafo.

“Claro, niño, claro”, le respondió Mays. “¿Tienes un lápiz?” Desde luego, el niño no tenía un lápiz, y tampoco su padre, ni su madre, ni ninguno de los otros adultos que estaban abandonando el parque de béisbol. Mays se encogió de hombros, dijo que lo lamentaba mucho y se alejó. Paul Auster lo acompañó con la mirada hasta cuando se perdió de vista. Triste, frustrado. Esa misma noche juró que nunca más andaría por la vida sin un lápiz en el bolsillo.

Al cabo de los años llegó a la siguiente conclusión: “Si hay un lápiz en tu bolsillo, existe una buena posibilidad de que algún día te sientas tentado a usarlo. Me gusta decir que así fue como me convertí en escritor”.

Tanto la mujer misteriosa del primer relato como el lápiz en el bolsillo del segundo son testimonios fehacientes de la pasión por el oficio narrativo.

Conviene mirarse más a menudo en el espejo de estos escritores que siempre encuentran pretextos de sobra para trabajar, en lugar de encontrarlos para seguir anclados en los cafés explicándoles a los contertulios por qué no pudieron hacer la novela de sus sueños o por qué las musas conspiraron contra ellos.

Balzac lo expresaba de manera más ruda: “Lo único que importa es poner el trasero en la silla cuantas veces sea necesario”. La moraleja es inquietante: a cualquiera le dan ganas de ser escritor: lo jodido es sentarse a escribir.