viernes, 30 de abril de 2010

Mark Twain: el primer escritor americano



Laura Fernández
Con motivo de celebrarse el día del Libro, insertamos el siguiente artículo sobre el mítico Mark Twain, considerado por escritores de la talla de Ernest Hemingay, "la piedra fundacional de la literatura moderna norteamericana".

Mark Twain nació en 1935 el mismo día que llegaba de visita el cometa Halley, y, curiosamente montado en su estela, nos abandonó 75 años después con la nueva aparición del cometa. Célebres son 'Las aventuras de Tom Sawyer' (1876) o 'Las aventuras de Huckleberry Finn'(1884), "El diario de Adan y Eva".

Twain fue capaz de escribir sin palabras de más cuando todos lo hacían. Fue capaz de llenar de humor lo que se asomaba como una tragedia (lo es que el indio Joe mate al doctor Robinson y que todos callen menos Huck, que sabe, como Tom, toda la verdad). Lo es la vida esclava de Jim, lo es la vida de Huck junto a su padre borracho.


Desde el 30 de noviembre de 1835, cuando nace en Florida (Missouri), hasta el 21 de abril de 1910, cuando muere en Elmira (N.Y.), la vida de Mark Twain, como la de cualquier otro hombre, estuvo cifrada por la plenitud, la adversidad y los giros de un calendario que le permitió vivir 74 años. Pero a diferencia de sus semejantes, invisibles cuando su rastro se desvanece en el mundo, Twain fue un honorable marino de agua dulce, que navegó hacia New Orleans a los 22 años de edad, soñando en vano con llegar hasta América del Sur, para dedicarse luego a escribir. Su primer libro, La famosa rana saltarina del Condado de Calaveras y otros sketches (1867), fue publicado el mismo año en que Twain viajó a Europa. Los viajes sedentarios de la literatura y los viajes físicos alrededor del mundo, decidieron la fortuna del escritor y de nosotros, sus lectores, que aún lo recordamos cien años después de su muerte.

A continuación publicamos este texto publicado en El Mundo.es de España

El primer escritor americano
por VIRGINIA HERNÁNDEZ

Para muchos Mark Twain es sinónimo de novelas juveniles y largas tardes de agosto, pero lo cierto es que el escritor de Misuri está considerado uno de los más importantes de la literatura estadounidense. Twain, seudónimo de Samuel L. Clemens (1835-1910), ya fue popular cuando estaba vivo (algo que entonces experimentaban muy pocos) y supo retratar —y criticar— como nadie las injusticias de su época y de su tierra, el sur de EEUU: el racismo, la segregación, el maltrato, el odio, los excesos…

El autor, considerado el Charles Dickens del nuevo mundo, fue maestro de maestros. Buena prueba de ello son los elogios de escritores que supusieron tanto para el siglo XX como William Faulkner, Norman Mailer o Ernest Hemingway. «Fue el primer escritor verdaderamente americano y todos nosotros somos sus herederos», dijo el autor de 'Luz de agosto' o 'Mientras agonizo', sureño como Twain y tan curtido como reportero como lo estuvo su antecesor. Para Mailer «la prueba de lo buena que es 'Huckleberry Finn' es que puede ser comparada con las mejores novelas modernas». Algo que compartió el escritor de '¿Por quién doblan las campanas?': «Toda la literatura moderna americana procede de un sólo libro de Mark Twain titulado 'Huckleberry Finn'. Todos los textos estadounidenses proceden de este libro. No hubo nada antes. No ha habido algo tan bueno desde entonces».

Aunque con su habitual ironía, Twain aseguró que «un clásico es alguien a quien todo el mundo querría haber leído pero que nadie quiere leer», Huckleberry, el espíritu libre que acompañó a Tom Sawyer y ayudó a escapar al negro Jim, nos muestra las miserias humanas sin reparar en remilgos absurdos. Aunque acaben en la moraleja que la conciencia de Twain imprimió a su vida. Sus personajes no tienen la misión divina de buscar la justicia y seguir el camino recto; son criaturas y por ello sienten envidia, ira y quieren, como fin último, salvar su cuello. Así lo expresó en 'Los inocentes en el extranjero', el libro de viajes que salió de su periplo por Europa y los territorios palestinos: «Y así va el mundo. Hay veces que deseo que Noé y su comitiva hubiesen perdido el barco». No confía en los humanos, pero espera poder hacerlo.

Sus vivencias marcaron sus escritos. La infancia de niño enfermo y la pérdida de su padre labró sus inicios. Su trabajo como práctico de un vapor del Misisipí, su labor como reportero del periódico de su hermano, la Guerra de Secesión, los éxitos, sus viajes, la pérdida de su esposa y de tres de su cuatro hijos, su riqueza y su ruina. Un recorrido vital que fue afianzando su vena más sarcástica y que rozó con la amargura. Su legado más ácido llegó después de su muerte. Los albaceas publicaron de forma póstuma su autobiografía y los textos más críticos que muestran su tormento: hasta 1946 no vieron la luz 'Cartas desde la Tierra', en las que el propio Satanás se plantea la relación entre Dios y los hombres. «Ellos rezan por ayuda y favor y protección cada día; y lo hacen con confianza a pesar de que ninguna oración ha sido jamás contestada».

Paul Auster, regresa la magia del azar

Entre los devotos de Auster, no eran pocos los que habían perdido la fe en que el autor de “El cuaderno rojo”, metido en una espiral de sobreproducción literaria y fallidas excursiones cinematográficas, recuperara el toque, el duende que condujo a que Brooklyn bautizara con su nombre uno de los días del año. Pero su última novela, “Invisible” (Anagrama/Ed. 62), supone un regreso en plena forma y la constatación de que le quedan caminos narrativos por explorar.

Texto: Antonio Lozano Foto: Jean-Christian Boucart

Ser muy consciente de que, conspirando entre sus capas rutinarias y lineales, la vida se guarda ases en la manga, hirviendo en su epicentro sucesos inexplicables, curiosidades asombrosas y caprichos del azar, es lo que ha hecho grande a Paul Auster (Nueva Jersey, 1947). Aferrándose a experiencias personales que encajarían con mayor suavidad en el ámbito de la ficción -un rayo que segó la vida de un compañero de campamento que le antecedía a la hora de cruzar una verja; recibir en custodia un lote de libros de un tío transhumante (y traductor de Virgilio y Homero); responder a una llamada telefónica confundiéndole con un detective de la agencia Pinkerton…-, el autor ha sustentado su hipnótica obra en el convencimiento de que nuestro primer motor es el hecho fortuito, de que somos producto de una improvisación perpetua, de una potencialidad infinita, retorcida e ingobernable. Alrededor de este principio, a un tiempo perturbador y esperanzador, ha extendido una telaraña de historias fascinantes, cuyo origen siempre sitúa en la caja negra de su cerebro, donde la invención literaria no es más que una pantalla o una posibilidad latente de experiencia real, donde un autoestopista, una piedra mágica, un cómico mudo o un cuaderno han ejercido de interruptores que activan aventuras metafísicas hacia ese misterio indescifrable que se llama ser humano.

Carecer de un lápiz para que su ídolo de béisbol Willie May le estampara un autógrafo y leer a Dostoievski son dos novelescas hipótesis que siempre le ha gustado barajar para explicar su dedicación a la escritura. Su desesperada trayectoria profesional antes de la consagración no encierra mayores secretos, pues él mismo ha practicado la confesión catárquica en La invención de la soledad(en la que la muerte del padre coincide con el despegue creativo y sirve de salvación económica) y A salto de mata (donde, recordándonos al protagonista de Hambre de su admirado Hamsun, evoca su angustiosa relación con el dinero, que le condujo a ser grumete en un petrolero que cruzaba el Golfo de México, a ejercer de negro literario, a cuidar de una finca, a emplearse como telefonista en la sede parisina del The New York Times).

El revés que comportó suspender el examen de acceso a la Academia de Cinematografía de París se vio paliado, en parte, por el profundo amor hacia la literatura francesa surgido de su labor de traductor de Du Bouchet, Mallarmé, Sartre y Simenon, entre otros (faceta que pesó en el jurado que lo nombró Chevalier de L´Ordre des Arts et des Lettres). Tras una corta etapa como profesor de escritura creativa en Princeton y diecisiete sellos rechazando el manuscrito de Ciudad de cristal, se lo jugó todo a que viviría exclusivamente de sus libros o perecería en el intento. Y lo consiguió: 1) componiendo personajes con fracturas profundas a los que la vida viene a rescatar para conducirlos por carreteras secundarias, donde la locura y la perdición amenazan en cada esquina, donde la extrañeza es la norma, pero al final de las cuales aguarda una expiación (El libro de las ilusiones, La noche del oráculo, Brooklyn Follies); 2) bebiendo de la mitomanía yanqui (el primer alunizaje está presente en El Palacio de la Luna; la protesta anti Vietnam recorre Leviatán; los felices años 1920 y la Gran Depresión sirven de marco a Mr. Vértigo…); y 3) convirtiendo Brooklyn (su guarida junto a su esposa, la escritora Siri Hutsvedt, y su preciosa hija, la bisoña cantante y actriz Sophie, amén de cantera inspiradora) en escenario donde providencia y drama se fusionan con la naturalidad con que el día cede paso a la noche.

viernes, 23 de abril de 2010

El día que nos legaron Shakespeare y Cervantes



Hay libros que provoca botar tras la primera página y otros que por siempre llevarás pegado en las paredes del corazón, o de la razón. Tengo buenos amigos desconocidos que no me desamparan. Ellos no lo saben pero los he encontrado entre las páginas de los libros, un territorio diverso, grande y profundo, maravilloso, donde ellos habitan con sus criaturas imposibles inventadas con historias tuyas y emociones mías, de todos. Nos festejan la vida. Amplían horizontes.

Gracias a Dios que la extensión de esa región de la escritura, permite que más nombres y escritores brillantes compartan como dioses paganos el mismo suelo de los genios literarios: el de Shakespeare y Cervantes, ellos nos legaron este día, maravilloso día de palabras e ideas, de dudas y bloqueos creativos, de insatisfacciones nunca bien reconocidas.

Esos amigos me acompañan en todo lugar y momento. Este fin de semana me fui a la orilla de la playa con Doris Lessing y su "Diario de una buena vecina", y en la Guajira me acompañaron las últimas páginas del más reciente libro de Phillip Roth, Indignación. Y en las noches leo "La novela de Perón" de Tomás Eloy Martínez. Y aquí, esta semana, robando horas al trabajo, he devorado las crónicas de Héctor Torres (Prodavinci), Lautaro Sanz (Relectura) y de Valmore Muñoz Arteaga, todos venezolanos, todos jóvenes, y los tres con un talento que lo deja a una inspirada, queriendo siempre leer un poco más, que no se acabe la crónica.

Como Cavafis, no tengo otro sitio donde ir, vivo muchas horas en el laberinto de calles, personajes y emociones que ellos han creado. FELIZ DÍA DEL LIBRO. FELIZ DÍA A MIS AMIGOS ESCRITORES y que las rosas regalen sus perfumes hoy a las palabras

Laura Fernández

jueves, 15 de abril de 2010

Prefiero ver mi cielo lleno de pájaros, no de sukhoi


Laura Fernández


En Uruguay Pepe Mujica promete entregar a cada niño uruguayo un computador. No uno por escuela. Es uno para cada niño de la ciudad, de los barrios pobres, del campo humilde. Y con acceso a internet y WIFI gratis pronto. Entiende que el acceso igualitario a la información es democratizar la información y la libertad de ideas.

En Venezuela se adiestran niños y jóvenes para ser integrantes de las guerrillas comunicacionales y se entregan fusiles a campesinos, trabajadores, jóvenes, gente resentida, soñadores extraviados en los 60, con la idea de defendernos de una invasión yanqui. Se conforman milicias urbanas y campesinas. Hace poco una amiga, una valiente mujer guajira que vive en el desierto wayuu, cree en este proceso y por quien siento profundo respeto me preguntó así no más: ...Y Laura, ¿ya tú te anotaste con tu fusil ruso? Confundida pregunté para qué lo querría. "Para defender al país cuando los colombianos y los gringos nos quieran invadir" me dijo sin titubeo, plenamente segura de que eso pronto va a ocurrir. Hubo un largo debate, estéril por demás, porque en mis respuestas ella afianza su manera de interpretar lo que está ocurriendo y en sus dudas, yo afianzo mis criterios.

Y otra vez me entra nostalgia y envidia por lo que pasa en Uruguay. Allá se abre a los niños ventanas para que asomen al mundo y lo vean con sus propios ojos y lo entiendan. Allá se imparten conocimientos. Aquí se adiestra para la violencia. Y la palabra se hace pólvora.

Sí me gusta ese Pepe Mujica. Ojalá no se lo trague el sistema. Me gusta cuando habla sencillo y dice que no tienen las riquezas de Venezuela, de Brasil o Argentina. Pero que mientras de Venezuela solo salen barcos cargados de petróleo, de su país pequeñito salen barcos con reses y carne vacuna, barcos con quesos uruguayos, otros con software y productos industriales. Diversificar es más importante que tener una sola riqueza. Y ahora diversifica el desarrollo de país con las computadoras que entrega a sus niños para que se informen e instruyan.


…Preferiría como Rayma llenar el cielo de mi país con pájaros y no de sukhoi rusos.

viernes, 9 de abril de 2010

Yo te nombro libertad




Durante los duros años de la Resistencia Francesa, el poeta Paul Eluard, desertado del surrealismo, escribió este poema titulado "Libertad", incluido en su libro Poesía y verdad (1942)


Por el pájaro enjaulado.
Por el pez en la pecera.
Por mi amigo, que está preso
porque ha dicho lo que piensa.
Por las flores arrancadas.
Por la hierba pisoteada.
Por los árboles podados.
Por los cuerpos torturados
yo te nombro, Libertad.

Por los dientes apretados.
Por la rabia contenida.
Por el nudo en la garganta.
Por las bocas que no cantan.
Por el beso clandestino.
Por el verso censurado.
Por el joven exilado.
Por los nombres prohibidos
yo te nombro, Liberdad.

Te nombro en nombre de todos
por tu nombre verdadero.
Te nombro y cuando oscurece,
cuando nadie me ve,
escribo tu nombre
en las paredes de mi ciudad.
Escribo tu nombre
en las paredes de mi ciudad.
Tu nombre verdadero,
tu nombre y otros nombres
que no nombro por temor.

Por la idea perseguida.
Por los golpes recibidos.
Por aquel que no resiste.
Por aquellos que se esconden.
Por el miedo que te tienen.
Por tus pasos que vigilan.
Por la forma en que te atacan.
Por los hijos que te matan
yo te nombro, Liberdad.

Por las tierras invadidas.
Por los pueblos conquistados.
Por la gente sometida.
Por los hombres explotados.
Por los muertos en la hoguera.
Por el justo ajusticiado.
Por el héroe asesinado.
Por los fuegos apagados
yo te nombro, Liberdad.

Te nombro en nombre de todos
por tu nombre verdadero.
Te nombro y cuando oscurece,
cuando nadie me ve,
escribo tu nombre
en las paredes de mi ciudad.
Escribo tu nombre
en las paredes de mi ciudad.
Tu nomb
re verdadero,
tu nombre y otros nombres
que no nombro por temor.
Yo te nombro, Libertad.

Paul Eluard.

La erótica de libro




Gonzalo Fragui
Miércoles, septiembre 2005.
Publicado por Libreros, blog de Roger Michelena



“Quien no ha metido mano,no es humano”.
Graffiti en el barrio Campo de Oro.

Hay quienes creen, con San Agustín, que todo cambio es diabólico. Así conozco a algunos escritores amigos que no sólo no quieren nada con computadoras sino que, incluso, nunca dieron el paso de la pluma a la máquina de escribir.

Les parece que es como intentar un triple salto mortal, sin nada abajo. Lo anterior viene a cuento porque con la incursión del libro virtual en el mundo de la tecnología, hay quienes se niegan, so pena de muerte, a aceptar semejante cambio, y abogan por el libro de carne y beso, el libro de cuerpo presente.
Alegan que con el libro virtual se pierde el tacto del papel, el olor de la tinta y la voluptuosidad de la letra o la grafía dejada por el linotipo. En cambio, en la pantalla las letras son siempre las mismas, mayúsculas o minúsculas, un punto mayor o un punto menor, una terrible monotonía gráfica.
Arturo Uslar Pietri no podría haberlo dicho mejor.

Dice: “No sólo se ha creado la necesidad del libro, sino la voluptuosidad y el placer del libro. El tacto de la página, el aroma de la piel y del papel, la armonía de la composición tipográfica, la belleza de los caracteres y la presencia sólida del formato, son otros tantos regalos para la sensibilidad refinada. El buen bibliófilo es el pupilo de todas las musas”.
Porque, al contrario de lo que se cree, leemos no sólo con los ojos, o con la mente, sino también, y sobre todo, con nuestros cuerpos. Libro de verdad es todo aquello que se pueda tocar, que se puede intervenir, al que se le pueden hacer anotaciones, en fin, al que se le pueda meter mano. El libro ama desde su tachadura, decía Derrida.
Algunos creen que es perversión, pero no hay nada de qué temer. Hablamos del placer físico y de la fantasía que carga a los libros de olores y de sentidos. A cuántos no les ha pasado, cuando entran en una librería, como a aquel plomero que cuando entraba en una ferretería empezaba a salivar.

Es que ir a una biblioteca es, literalmente, como ir a una casa de citas. Claro, hay autores que citan más que otros. Y también los hay autosuficientes, los que se autosatisfacen ellos mismos, y no citan.

Como todo lugar para grandes iniciaciones, en el pórtico debe haber una inscripción en latín. En este caso dice: “Qui male leget, male finit”. Es decir: “Quien mal lee, mal acaba”. Uno llega medio nervioso, tratando de descubrir el libro que le gusta. La madama, es decir la bibliotecaria, nos anima. -Venga, no sea tímido, los libros no comenn a nadie -dice tratando de ayudar, mientras nos ofrece un catálogo ilustrado a todo color.
Aunque desde hace tiempo se tenga curiosidad por las novedades, pregunta, sin embargo y con embargo, por aquella enciclopedia, la grande que está en el rincón. Se supone que: “libro grande, ande o no ande”. Pero hay sorpresas. Aunque no se crea, en cuestión de libros, como en el amor, no hay nada escrito.

Lo más desprestigiado en estos lugares son los llamados “cursos para lectura rápida”, estos cursos que son del tipo “rácata pum chin chin el gallo sube” están hoy en franco desuso. Porque el mejor homenaje para un libro es, sin duda, el coitus interruptus.
Aunque Macedonio Fernández decía que a él no le gustaba llegar al final de sus libros, por eso los terminaba antes.

En una librería hay libros para todos los gustos


Hay libros que son “Mírame pero no me toques”. Sobre todo después que le vemos el precio. Sé de un amigo que cuando le pidieron un precio excesivo, dijo: “No, gracias, yo lo hago sólo por amor”.
Un libro deber ser hijo de un país y de una época, por eso en estos tiempos me inclino por los libros que más pesan (problemas de la columna). Libros donde se nota que no hay mayores pretensiones ni menores pretenciones. Libros sin erudición, sin prejuicios, e, incluso, sin conocimiento de lo que se está haciendo. En estos libros se muestra plenamente la mayor carencia del hombre contemporáneo: la carencia de carencias. Pongamos por ejemplo “El manual del levante” del desaparecido amigo Pedro Chacín, y “El manual del despecho”, de desconocido autor.

Hay libros que por donde pasan no vuelve a crecer la hierba. También escritores.
Libros como puñales, que sólo sirven para matar el tiempo.
Libros que vuelven en las noches de invierno.
Libros con solapas, como amores solapados.

Todo libro se escribe para la inmortalidad, pero a veces pasa sus últimos días (el libro, no la inmortalidad) en esa especie de geriátricos ambulantes llamados “remates”. Y uno va por la calle y de repente ve aquellos libros inalcanzables y uno suspira y le reza a santa Rita, Patrona de los Imposibles: “Tú que lo puedes todo, consígueme ese libro, aunque sea por un ratico”.



El otro asunto son los lectores
La más antigua noticia que se tiene de un lector es el caso de Eratóstenes, quien habiendo quedado ciego prefirió la muerte a privarse de la lectura.
Hay los que, viciados de cultura, creen que todo se encuentra en los libros, los que piensan que los libros reemplazan a la vida. Los pobres están tan equivocados como los que creen que el tiempo se puede encontrar dentro de los relojes o, lo que es peor, que la felicidad se halla dentro del matrimonio.

Hay quienes creen que las lecturas deben estar adecuadas a la edad. Será por eso que estos días sólo leo cuentos infantiles. San Agustín decía: “temo al hombre de un solo libro”. Sobre todo si el libro es de él mismo.

Hay muchos comentaristas de libros, que en realidad son lectores de contraportadas o de solapas, y a lo máximo que llegan es al prólogo o a la introducción. A esos “críticos” se les debería hacer como decía Ovidio: “El que besa y no toma lo demás, bien merece perder los besos dados”.

Lector pesimista es aquel que entre dos libros malos, escoge los dos
Borges dice que quizá no seamos ninguno lectores. “Quizá seamos parte de un gran libro que es el mundo. Quizá sólo seamos versículos o letras o palabras de un gran libro mágico que es el universo”. O para decirlo con una canción más cercana a nosotros: “Ese bolero es mío, porque su letra soy yo”.

Un lector abstemio decía: Amo a mis libros como los bebedores aman a sus vinos: mientras más leo, más me emborracho. Conclusión: Somos lo que bebemos.

Hay quienes no leen porque dicen que no tienen libros. Lo cual es una verdadera aberración. Carecer de libros propios es la más grande de las pobrezas. Carecer de libros ajenos es el colmo de la miseria.

Tampoco se debe obligar a nadie. Eduardo Galeano recuerda en que pleno centro de Medellín vio este letrero que nosotros, en parte, ya conocíamos: “La letra con sangre entra”, y más abajo otro firmaba: “Sicario alfabetizador”. Claro, no faltará el pesado, que después de leer esto, diga con razón: “Mientras más leo, más amo a mi perro”.



Finalmente están los escritores
Los escritores, decía alguien, somos como los animales, a unos les gusta producir miel y a otros pasarnos la vida volando. Unos quieren ser gusanos y otros mariposas.
Aunque, de todas maneras, como decía una viejita: “Tarde o temprano todos los escritores se hamburguesan”.

Vuelta a la página
“Virtual” o “real”, el libro no ha de ser ni una mina para saquear ni un depósito o vertedero donde vaciar nuestras miserias. El libro es un pontífice. Tiende puentes y es puente él mismo. Puente de luz y no hervidero de luciérnagas. Aunque algunas de ellas queden achicharradas por falta de humildad.

Los libros deben ser como las ramas de los árboles, ofrendan el aire y las alturas pero sin cortarnos las alas, ofrecen el cobijo y el reposo pero sin permitir el aburrimiento.
Para el sabio los libros no son libros, sino huéspedes. Todos llevan ropa de familia. Los libros son, como decía Pedro Laín Entralgo, pura fiesta para el espíritu y aun para el cuerpo de quien los lee, suave fiesta sin estruendo alguno.

Por eso José Martí decía algo como esto, cito de memoria: “...que nadie debe estar triste ni acobardarse mientras halla libros en las librerías, luz en el cielo, y madres, novias y amigos por todas partes.”.
Gonzalo Fragui
Poeta, periodista y editor venezolano (Mucutuy, Mérida, 1960). Cofundador del grupo literario Mucuglifo. Magíster en Filosofía por la Universidad de Los Andes (Mérida). Ha publicado los poemarios De otras advertencias, El poeta que escribía en menguante, De poetas y otras emergencias, La hora de Job, Viaje a Penélope y Dos minutos y medio, así como el libro de autoayuda El manual del despecho. En 1990 obtuvo el premio de poesía de la Dirección de Asuntos Estudiantiles de la Universidad de Los Andes, y en 2001 el premio de poesía de la III Bienal Nacional de Literatura Juan Beroes, San Cristóbal (Táchira).

La marca del buen burgués


Héctor Abad Faciolince: El otro día me pillé a mí mismo en la tonta ensoñación de hacer un préstamo y comprarme un carro mejor.

">Por Héctor Abad Faciolinc | 6 de Abril, 2010
Tomado de Prodavinci




Vi una revista de El Espectador, me dejé seducir por la publicidad, me hablaron de “año de oro para adquirir vehículo por la revaluación del peso”, y de repente yo ya estaba montado en una cosa importada, de doble tracción, con aire acondicionado, air bags, GPS y frenos no sé qué. Por suerte el tema del carro me lleva siempre a pensar en un antepasado y en un descendiente que, frente a eso, han pensado con mucha más independencia y sensatez que yo.

Cuando mi padre, ya un señor cuarentón, alcanzó a realizar ese sueño pequeño burgués de tener carro propio, al cabo de una semana de ir a la oficina en automóvil particular, le confesó a mi madre: “¡Ay, tengo una nostalgia del bus!”. Y prefirió cederle el armatoste a su esposa, que conducía menos mal que él. Cuando le preguntaban qué marca era el carro que al fin se había comprado, como no lo sabía, contestaba: “rojito”.

Mi hijo ha ido incluso más allá. A pesar de que sus compañeros lo consideran una especie de bicho raro, a los 19 años ha resuelto que no quiere aprender a manejar y que se va a seguir transportando en bicicleta o en bus. De nada ha servido que yo le diga que le pago escuela de conducción para sacar la patente, ni que el carro mío está ahí disponible siempre que él lo quiera usar. No, el joven prefiere no correr el riesgo de pasarse la vida enfermo de culpa por haber matado un peatón en un instante de distracción. Además tiene serias teorías ecológicas sobre el humo de los carros, la contaminación del aire y el calentamiento global. En sánduche entre un hijo y un padre mucho mejores que yo, cada vez que saco el carro me siento como un gusano.

El sábado pasado, por efectos de un aguacero y de la mente puesta en los huevos del gallo de la política nacional, me salí de la carretera y fui a dar contra un barranco. La suspensión quedó despedazada y el chasis torcido, dice el mecánico. Mi cerebro, por efectos del golpe, al fin recapacitó. Y así, por substracción de materia, he vuelto a montar en bus. Es hermoso lo que se ve desde la ventanilla, bajando de La Ceja a Medellín: paisajes que uno nunca mira por ir midiendo las curvas y defendiéndose de los mafiosos al volante, caras que nunca se ven, lluvia que cae, letreros, estaderos, ventorrillos, odiosa publicidad política, árboles centenarios. No tener carro es como viajar para ver otras cosas: el mundo se hace visible cuando uno cambia de hábitos.

No voy a renunciar del todo y para siempre a este símbolo de buen burgués que es siempre el automóvil particular. Es posible, incluso, que algún día me compre uno mejor. A veces es muy cómodo, sobre todo para salir de la ciudad y meterse por una carretera destapada de montaña, hasta un paisaje sublime, con prados y frailejones.
Pero es odioso estar soñando con un carro nuevo y creer que la felicidad consiste en mejorar de marca o de modelo. Dime qué carro quieres y te diré quién eres. Seguiré con mi modelo ya golpeado y maltrecho y trataré de usar más el transporte público, tal como me enseñó mi antepasado y me enseña mi descendiente, ambos más sabios, mucho más sabios que yo.

Palabras desnudas deja la sequía


Laura Fernández

No puedo escapar de la sequía de 2010. Afuera es "El Niño" que hace estragos dejando a los campesinos con sus campos desconsolados, amarillentos, como si un fuego devorador e impenitente hubiese arrasado con ellos y desafiara el optimismo legendario que suele acompañarlos en la vida.

Adentro, adentro es esta sequía que impide que mis ideas lleguen a los dedos, que se hagan palabras en el papel. No me fallan las ideas, tampoco los relatos. Es un contexto que devora mi voluntad, me paraliza, una fuerza extraña me arrastra y anula cualquier intento por hacerlas letra escrita. Lo grave es que no tengo una memoria a prueba de olvido ni he encontrado en el mercado el chip o dispositivo que permita almacenar las ideas para cuando el corazón, la mirada, la palabra y la mente se armonicen. Ya fluirán. Otro día hablarán otra vez.

Siento el caos de estos días. Me sacuden. Siento mi desorden de hoy. Y entonces pienso que útil quisiera ser, como los campesinos, como los que siembran con amor, como los que se resisten y nunca se conforman, como los decididos que dan la batalla. Pero tengo pocas certezas y muchas dudas. Mientras prosigue esta sequía insobornable, iré montando en este blog las letras y voces de otros, artículos, crónicas maravillosas de extraordinarios escritores, periodistas y poetas que he ido guardando y son si duda útiles para el pensamiento, el corazón y la inteligencia.

Mañana intentaré la escritura, hoy siento la desnudez de la palabras. Mientras espero el desbloqueo me pierdo en la tarde nublada de la ciudad para seguir durmiendo entre libros y música.